sábado, 9 de octubre de 2010

EL ESPÍRITU EN LA CARNE

por Javier OTK

Las palabras “basar” en hebreo, “sarx” en griego y “caro” en latín, son traducidas al español con la palabra “carne”; y como ella, son muy pocas las que tienen tantas acepciones, sobre todo en el contexto de la Biblia.

Para que la encarnación fuera aceptada como una doctrina, la iglesia primitiva libró profundos enfrentamientos contra teorías heréticas. El primer Concilio de Nicea (325) fundamentó la divinidad de Cristo contra el Arrianismo que propagó la idea de que no hay tres personas en Dios sino una sola persona, el Padre. Jesucristo no era Dios, sino que había sido creado por Dios de la nada como punto de apoyo para su Plan. El Concilio de Constantinopla (381) preservó la plena humanidad de Cristo encarnado contra el Apolinarismo (“Mirad mis manos y mis pies, soy Yo mismo; palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que Yo tengo” (Lc. 24, 39). El Concilio de Éfeso (431) defendió la unidad de la persona de Cristo contra el Nestorianismo que afirmaba que las dos naturalezas de Cristo, la divina y la humana, estaban tan separadas entre sí que no había contacto alguno entre ellas; en otras palabras, que en Jesucristo coexistían dos personas, una divina y otra humana. El Concilio de Calcedonia (451) definió las dos naturalezas de Cristo, divina y humana, contra el Eutiquianismo que sostenía que en Jesús sólo está presente la naturaleza divina, pero no la humana…

“Y la Palabra se hizo carne…”, había escrito Juan (1, 14) para afirmar que Dios se hizo hombre; que en la persona del Hijo, persona divina, espiritual, adoptó también la naturaleza humana, con su alma y su corporeidad, su inteligencia y su voluntad, su corazón y sus sentimientos, su fragilidad, sus necesidades, sus limitaciones; excepto el pecado.

“En efecto, es realmente grande el misterio que veneramos: Él se manifestó en la carne, fue justificado en el Espíritu, contemplado por los ángeles, proclamado a los paganos, creído en el mundo y elevado a la gloria” (I Timoteo 3, 16).

El artículo de Aciprensa [1] sobre “encarnación”, aclara:

“La Encarnación es el misterio y el dogma de la Palabra hecha carne. En este sentido técnico la palabra encarnación se adoptó, durante el Siglo XIII, procedente del latín incarnatio. Los Padres latinos, desde el Siglo IV, hacen uso común de la palabra; así San Jerónimo, San Ambrosio, San Hilario, etc. El latín incarnatio (caro, carne) corresponde al griego sarkosis o ensarkosis, palabras que se basan en Juan (1, 14) kai ho Logos sarx egeneto, “Y el Verbo se hizo carne”. Estos dos términos fueron usados por los Padres griegos desde la época de San Ireneo – esto es, según Harnack, los años 181-189 (cf. Iren., “Adv. Haer.” III, 19, n.i.; Migne, VII, 939). El verbo sarkousthai, hacerse carne, aparece en el credo del Concilio de Nicea (cf. Denzinger, “Enchiridion”, n.86). En el lenguaje de la Sagrada Escritura, carne significa, por sinécdoque, naturaleza humana u hombre (cf. Lucas, 3, 6; Rom., 3, 20).

El teólogo Francisco Suárez [1548-1617] (cf. “De Incarnatione”, Praef. n.5), cree que la elección de la palabra encarnación ha sido muy adecuada. El hombre es llamado carne para enfatizar la parte más débil de su naturaleza. Cuando se dice que el Verbo se ha encarnado, se ha hecho carne, la bondad divina está mejor expresada por cuanto Dios «se despojó de Sí mismo... y apareció en su porte (schemati) como hombre (Filip., 2, 7); tomó sobre Sí mismo no sólo la naturaleza de hombre, una naturaleza capaz de sufrimiento y enfermedad y muerte, se hizo hombre en todo excepto sólo en el pecado. Los Padres entonces y ahora utilizan la palabra «henanthropesis», el acto de convertirse en hombre, al que corresponde el término «inhumanatio», usado por algunos Padres latinos, y «Menschwerdung», corriente en alemán. El misterio de la Encarnación se expresa en la Escritura por otros términos: «epilepsis», el acto de asumir una naturaleza (Heb. 2, 14); «epiphaneia», aparición (II Tim. 1,10); «phanerosis hen sarki», manifestación en la carne (I Tim. 3, 16); «somatos katartismos», la adaptación a un cuerpo, que algunos Padres latinos llaman «incorporatio» (Heb. 10, 5); «kenosis», el acto de despojarse de sí mismo (Filip. 2, 7)”.
Si bien el Verbo asumió la naturaleza humana excepto por el pecado —porque siendo una de las tres personas divinas no está alejada del Dios único—, el hombre, en cambió, sí se alejó de Dios, prefirió adorar a sus propios ídolos, construir sus propias ciencias y seguir sus propios criterios; pero con fatales consecuencias. Aquel pueblo judío de dura cerviz, por la misericordia de Dios recibó toda una serie de enseñanzas, leyes de conducta y normas de un culto para religarse con Él y, a través de sus profetas, el pueblo elegido fue otra vez destinatario de nuevas promesas y condiciones.

“Les daré un corazón nuevo y pondré en su interior un espíritu nuevo. Quitaré de su carne su corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Así caminarán según mis mandamientos, observarán mis leyes y las pondrán en práctica; entonces serán mi pueblo y yo seré su Dios. Pero a los que tienen su corazón apegado a sus inmundicias y a sus horrores, les costará cara su conducta, palabra de Yahvéh” (Ezequiel 11, 19-21).

A lo largo de la historia de esa antigua alianza, cuyo primer signo fue el arcoiris, la pedagogía de Dios fue preparando a su pueblo para acercársele y que le ofrecieran culto, aunque a través de toda una serie de leyes e intermediaciones.

“La religión de la Ley contiene una sombra de los bienes por venir, pero no la verdadera figura de las cosas. Por eso no puede llevar a la perfección mediante los sacrificios a los que vuelven a ofrecerlos año tras año”
(Hebreos 10, 1).

El holocausto era un sacrificio de ofrenda. En Levítico 6, 17-20 se cuenta cómo la víctima del animal era ofrecida por el pecado y sacrificada en el altar, para después consumirla totalmente y así entrar en común-unión con el Dios de Israel.

Para el hebreo y en la mentalidad semita, si se quiere establecer una comunión con el espíritu, es necesario entrar en comunión con la carne.

Sólo el sumo sacerdote, una vez al año, podía entrar hasta el lugar más sagrado del tabernáculo para ofrecer al Santísimo sacrificios de carne y de sangre animal, traspasando aquel velo del templo que más bien era una gruesa cortina que el libro del Éxodo enseña que fue confeccionada con material azul, púrpura, carmesí y fino lino torcido. Pero, en el momento en que Jesús expiró, gracias al sacrificio de su carne y de su sangre, hizo que la gruesa cortina del templo se rasgara, inaugurando así una Nueva Alianza entre Dios y su pueblo extendido más allá de la raza judía.

“Así, pues, hermanos, no podemos dudar de que entraremos en el Santuario en virtud de la sangre de Jesús; él nos abrió ese camino nuevo y vivo a través del velo (la cortina), es decir, su carne” (Hebreos 10, 19-20).

Mediante ese desgarramiento de su carne y derramamiento de su sangre, Jesús nos da acceso directo a la contemplación de la Belleza.

“El nos salvó y nos eligió con su santo llamado, no por nuestras obras, sino por su propia iniciativa y por la gracia: esa gracia que nos concedió en Cristo Jesús,desde toda la eternidad, y que ahora se ha revelado en la Manifestación [epifanía] de nuestro Salvador Jesucristo. Porque él destruyó la muerte e hizo brillar la vida incorruptible…” (II Timoteo 1, 9-10).

Mientras Él permaneció tras el velo de su carne, muchos no lo reconocían, debido a su apariencia que era la de un hombre común. Por eso, aun cuando Jesús decía a los judíos “el que me ha visto, ha visto al Padre…” (Juan 14, 9), quienes no tenían fe y aún no estaban en Él, para creer le exigían milagros, ya que de momento sólo veían al hombre, a su naturaleza humana, y como decía San Agustín: “en la carne no veían resplandecer la gloria del Hijo de Dios”.

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Saulo (nombre de pila o praenomen), fue hijo de padres judíos palestinenses que emigraron a Tarso de Cilicia; por lo cual, al ser ciudadano romano, usó el nombre (cogomen) de Pablo.

Al extender el Evangelio a los gentiles, tuvo que adaptarlo a la mentalidad helenista de la época, pero instruyó a sus comunidades para que su inteligencia, sabiduría o cultura, no les impidiera aceptar el escándalo del mensaje de la Cruz. En el primer capítulo de la 1ª Carta a los Corintios, san Pablo previene a los gentiles:

"Destruiré la sabiduría de los sabios y rechazaré la ciencia de los inteligentes. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el hombre culto? ¿Dónde el razonador sutil de este mundo? ¿Acaso Dios no ha demostrado que la sabiduría del mundo es una necedad? En efecto, ya que el mundo, con su sabiduría, no reconoció a Dios en las obras que manifiestan su sabiduría, Dios quiso salvar a los que creen por la locura de la predicación. Mientras los judíos piden milagros y los griegos van en busca de sabiduría, nosotros, en cambio, predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos, pero fuerza y sabiduría de Dios para los que han sido llamados, tanto judíos como griegos. Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres. Hermanos, tengan en cuenta quiénes son los que han sido llamados: no hay entre ustedes muchos sabios, hablando humanamente, ni son muchos los poderosos ni los nobles. Al contrario, Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes; lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale”.

Pero Pablo, en su compleja tarea de adaptar el Evangelio a la mentalidad helénica, no pudo evitar que ésta procesara su mensaje bajo la influencia del dualismo platónico.

“El Platonismo —escribe Justo González— es un sistema idealista. Considera que la realidad fundamental no se encuentra en las cosas que vemos en la tierra sino en las "ideas" que se encuentran solamente en el cielo. Aquí vemos solamente las sombras imperfectas de estas ideas. Como resultado de esta distinción entre la dimensión física y la espiritual, se estableció el dualismo entre el cuerpo y el alma del ser humano”, [y la oposición maniquea de la materia contra el espíritu, como si fueran el mal contra el bien].

Los escritores bíblicos lucharon contra las herejías gnósticas del primer siglo que hacían distinciones semejantes, por ejemplo, a las del platonismo y el maniqueismo. Sin embargo, cuando uno asimila el pensamiento de Pablo en su conjunto, y lo hace dialogar con el de los Evangelistas, gracias al Espíritu Santo uno recibe la luz de la original propuesta cristiana.

Y más aún, cuando uno se alimenta con la carne y con la sangre de Cristo, mientras que para otros resulta un acto escandaloso, para uno significa la más íntima certeza de que no existe dualidad alguna en la persona de Cristo con quien uno comulga, en forma real y no simbólica:

“Yo soy el pan vivo bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. El pan que yo daré es mi carne, y la daré para vida del mundo” (Juan 6, 51).

“Mientras comían, Jesús tomo el pan y, después de pronunciar la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: Tomen y coman; esto es mi cuerpo. Después tomando una copa de vino y dando gracias, se la dio diciendo: Beban todos, porque esta es mi sangre, la sangre de la alianza, que es derramada por una muchedumbre, para el perdón de los pecados”.

Tomando la anterior cita de Mateo (26, 26-28), en un artículo [2] para el canal católico de televisión EWTN, Frank Morera precisa:

“Llega la Última Cena. Cena Pascual donde sorpresivamente no hay cordero puesto que Jesús va a reemplazarlo. Llegado el momento, Jesús solemnemente declara que el pan ES su cuerpo, en clara conexión con el discurso de San Juan 6. La palabra griega utilizada en el Evangelio traducida como "cuerpo" no es Sarx, como hubiera sido de esperar pues Sarx significa también cuerpo. La palabra utilizada es Soma que quiere decir en griego "cuerpo, cadáver, cuerpo muerto" que en este contexto de sacrificio, al darlo separado de su sangre (el vino) expresa claramente que Jesús está hablando y refiriéndose a Él cómo el Cordero Pascual comido en la Pascua hebrea ya muerto y no de forma alguna simbólica, y que faltó en la Ultima Cena. La misma explicación es acertada para el vino como sangre”.

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En cuanto al cuerpo, al alma y a la carne, a Pablo le interesa dejar claro el proceso de conversión, del peregrinar del hombre natural o psíquico, hacia el hombre espiritual (pneumático). Para Pablo, la carne (sarx) es el conjunto de cuerpo y alma con sus tendencias y debilidades humanas, es la naturaleza humana que está sometida al pecado y apartada de Dios. En ese estado, la psique anima, informa y guía según los pensamientos y referentes del hombre. Cuando éste sigue el llamado de Dios y muere a las obras de su carne; es decir, a su mentalidad, tendencias y conductas alejadas de la voluntad de Dios, gracias a su espíritu (pneuma que es distinto a psique), que es la ventana interior que lo comunica con Dios, nace a un hombre nuevo, espiritual (pneumático). Es así que la «sarx», en el hombre natural o psíquico es gobernada por la «psique», en tanto que en el hombre espiritual, la «psique» —que gobierna a la «sarx»—, es gobernada por el «pneuma». De este modo, la carne es purificada, regenerada y transformada por la gracia del Espíritu Santo, desde el aquí y ahora; pero la carne adquiere su plenitud en la resurrección, una carne que ya no será como antes… Pablo habla de cuerpos (cuerpos con sus almas) gloriosos…

Quienes por tristeza no han vivido EN CARNE PROPIA la experiencia de recibir, como en Pentecostés, el bautizo del Espíritu Santo, aceptando a Jesús como Señor y Salvador, y viviendo en comunión con Él, muriendo a su estado de hombres-mujeres naturales o psíquicos para ser transformados en hombres-mujeres espirituales, siguen creyendo que sólo hasta después de la muerte física, en la resurrección, “allá arriba en el cielo”, conocerán esta realidad. Y, en efecto, la plenitud de la vida eterna sólo se conocerá hasta entonces. Pero la buena noticia es que, gracias a la fe en Jesús y a la gracia del Espíritu Santo, uno puede — ¡desde aquí y ahora! — morir a su hombre-mujer viejo-a (natural o psíquico-a) y nacer a su hombre-mujer nuevo-a (espiritual). Este acontecimiento prefigura, en forma riquísima, la resurrección en este Reino de Jesucristo, o Comunidad del Amor, que ya empezó a vivirse aquí y ahora.

La conversión que arriba he descrito como “dejar de ser hombres-mujeres naturales o psíquicos para ser transformados en hombres-mujeres espirituales”, puede describirse también así: dejar de ser cuerpo y alma naturales, o carne (naturaleza humana guiada sólo por la psique); para ser carne regenerada, transformada por la comunión con Cristo y por la gracia del Espíritu Santo, que viviendo desde hoy, alcanzará su plenitud en la resurrección.

Y vivir desde aquí y ahora en la carne regenerada, transformada por la Comunión con Cristo y por la gracia del Espíritu Santo, no significa esa "santa" pureza, ni esa afectada e hipócrita piedad, ni la inútil —y a veces histriónica— mortificación del cuerpo; porque a Dios no le agradaron los holocaustos y ni los antiguos sacrificios, por lo cual Jesús mismo le ofreció su propio sacrificio sacerdotal, único y para siempre (Hebreos 10, 6-10).

La antigua ley, escrita en tablas de piedra, se convierte en una nueva ley escrita en corazones de carne: la ley del Amor. De modo que quien permanece sólo en "la carne", al margen de Dios, o en "la carnalidad", es quien se encuentra atrapado por la ignorancia o por el desamor o, en una forma más activa y demoniaca, por el odio. De ahí la importancia fundamental de la misión cristiana, de comunicar a todos la Buena Nueva.

Quienes no han vivido el acontecimiento de la conversión (metanoia), hacia la vida auténtica en Jesús, no logran comprender a fondo lo que, para los hombres y mujeres espirituales (pnemáticos), significa "vivir en la carne". Aquellos otros que no lo entienden, suelen confundirlo, o minimizarlo, o exagerarlo, o teñirlo de un color de moralina amarga. Es algo que requiere urgentemente de profundo discernimiento y reflexión, lo cual sólo resultará eficaz, como en Pentecostés, a partir de la apertura y recepción personal y amorosa del Kerigma (Hechos 2, 22-24, 36-41).

“Una vez que habéis muerto con Cristo a los elementos del mundo ¿por qué sujetaros, como si aún vivierais en el mundo, a preceptos como «no tomes», «no gustes», «no toques», cosas todas destinadas a perecer con el uso y debidas a preceptos y doctrinas puramente humanos? Tales cosas tienen apariencia de sabiduría por su piedad afectada, sus mortificaciones y su rigor con el cuerpo; pero no tienen ningún valor y sólo sirven para satisfacción de la carne” (Colosenses 2, 20-23).

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Me agradaría que pudieran presentarse varias entrevistas que ilustren lo que en el mundo de hoy, significa “vivir en la carne”, desde dos perspectivas: la de hombres y mujeres naturales o psíquicos, y la de cristianos y cristianas que dejan guiar su carne por el Espíritu; entrevistas que incluyan diferentes concepciones y prácticas que se tienen desde la segunda de las perspectivas, distinguiendo algunos grupos que existen tanto en la Iglesia Católica como en otras iglesias y denominaciones protestantes. Y, en especial, me encantaría que se aborde el tema de "vivir en la carne" y su relación con la sexualidad, enfocando este vínculo como algo “escandaloso” por su provocativa originalidad y libertad cristianas.


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RECOMIENDO LEER: "Filme de un viaje por la CONSARKOSIS".

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NOTAS:
[1]:
http://ec.aciprensa.com/e/encarnacion.htm

[2]:
http://www.ewtn.com/spanish/preguntas/Eucarist%C3%ADa_apolog%C3%A9tica.htm