lunes, 11 de octubre de 2010

PÁGINAS DE HOSTIA

por Javier OTK

Un cuento navideño dedicado a
quienes quiero siempre cerca de mí
y muy especialmente a mis hijas
Manzana y Almendra

24 – Diciembre - 2006
I

Mientras que para algunos de los transeúntes aquel clima extremo era uno de tantos atributos poéticos del invierno navideño, para él, en cambio, el frío estaba endemoniado.

Un mismo hecho, como ese, podía ser sentido en forma distinta, dependiendo del abrigo. Y es que en aquella sociedad se remuneraba más a un policía que a un maestro o un escritor. Como los neoliberales que usurparon el poder, no estaban interesados en las tareas culturales, eliminaron casi por completo las partidas presupuestales que durante épocas pasadas se habían destinado al apoyo de la educación, el arte y la cultura. Y como él era simple y sencillamente un escritor, ahí estaba sentado en una de las bancas del parque, desabrigado y entumecido por el frío.

Pero lo que más le atormentaba, sin duda, eran los pensamientos que se agolpaban en su mente. Era día de Noche Buena y no tenía un centavo para comprarles un regalo de Navidad a sus dos amadas hijas.

¿Cómo era posible —pensaba— que los valores que imperaban en aquel Estado, hubiesen llegado a tal grado de trastocamiento? Para los gobernantes y su élite pseudodemocrática, el régimen de seguridad resultaba lo más importante; eso explicaba la cantidad de policías por todas partes. Pero la seguridad habían llegado a entenderla como la imposición de un orden schwarzeneggeriano, cuyo objeto era infundir terror y sometimiento a aquella sociedad, cada vez más sumisa. Y por eso era más importante que existiera un policía para darle una paliza a un ladronzuelo que huía de una panadería con una docena de bolillos, que un seguro que protegiera a esos indigentes, los curara, dotara de medicamentos para su salud y la de sus familias. Más importante un cuerpo de policías que uno de maestros que enseñaran a los niños y jóvenes…

¡Y ni qué decir respecto a un escritor!, porque para qué auspiciarlo, cuando resultaba tan peligroso estimular los sueños, los anhelos de libertad, las motivaciones y los derechos basados en la dignidad humana. Por eso eran preferibles los policías, para controlar, para impedir que la gente pensara, que actuara como persona libre.

No obstante subsistían algunos escritores, amigos de los neoliberales en el poder, unos escribanos que se alquilaban para presentar como buena aquella ideología de seguridad trastocada.

Pero como él no era amigo de aquel poder establecido por la fuerza —aunque por necesidad algunas veces había tenido que pecar al ponerse a sus órdenes—, ahí se encontraba ahora, sentado en la banquita del parque, como un honorable desempleado tiritando de frío y atormentado por no tener qué comprarles esa Navidad a dos sus amadas hijas.

II

El frío en extremo puede producir un efecto, previo al del adormecimiento, semejante al del alcohol o la droga. En ese trance se encontraba el escritor, cuya mente parecía una pantalla de cine sobre la cual se proyectaban letras y palabras que, como témpanos de hielo, formaban frases sin una clara transparencia y con dudoso sentido. Y como fondo de ese abecedario, un sentimiento de soledad y abandono. Su mente no le alcanzaba para entender ni discernir la causa de lo que sentía, pero de que lo sentía, lo sentía.

Le hacían mucha falta sus hijas y, aunque se reunía con ellas una vez cada semana o quincena, la frecuencia le parecía muy poca. ¡Cuánto las necesitaba a su lado! En medio del espantoso frío, lo calmaba un cálido recuerdo intermitente, de cuando sus hijas eran pequeñas y se pasaban a su cama todos los domingos por la mañana para que les inventara cuentos, como aquel de las niñas a quienes les disgustaba comer sanamente y a todo le hacían cara de “fuchi”, hecho por el cual se llamaban Fúchila y Guácala. Esos nombres provocaban a sus hijas carcajadas interminables de inmensa alegría.

Ahora sentía que la unión con ellas estaba en peligro. Pero más aún, experimentaba un conflicto que no atinaba a resolver. Por un lado, a toda costa quería infundir en sus hijas el valor y el hábito de la unidad; pero por otro lado, el hecho de haberse separado de su mujer, lo hacía sentir una especie de culpa por creer que con ello había dado a sus hijas ejemplo contrario a la unidad, aunque tuviera serios motivos y justificaciones para dicha separación. Y aunque no se podía dar marcha atrás, sólo pensaba cómo vencer este conflicto que enturbiaba su mente y oprimía su corazón. Acostumbrado a la congruencia en su pasado, hoy se sentía apesadumbrado ante la amenaza de que aquella necesaria separación, no siguiera repre-sentando un obstáculo para la feliz unión con sus hijas. ¡Oh sí, cuánto lo deseaba!

III

Y ahí seguía el escritor, sintiendo que pronto pasaría a formar con la banca del parque un solo bloque de hielo… y sin un centavo para comprarles un regalo de Navidad a sus dos amadas hijas.

De pronto, una pegajosa canción navideña lo hizo aterrizar. Al otro lado del parque, los altavoces exteriores de una tienda habían comenzado a sonar, al compás de las risas contagiosas de un Santa Claus que parecía muy feliz.

El escritor se sorprendió a sí mismo golpeteando con su pie derecho al ritmo de la música. Al descubrirse, hizo un esfuerzo por contenerse. Volvió a sus pensamientos tristes creyendo que no tenía motivos para alimentar la ligereza de una liviana alegría.

Pero la música lo sorprendió de nuevo. Tuvo que aceptar que era más fuerte que él. Así que decidió ya no contenerse más y permitir que la música comenzara a untarle el feliz bálsamo que tanto necesitaba.

Ya cuando el escritor meneaba la cabeza y con sus dedos golpeaba rítmicamente la superficie de la banca, se percató de que no era tan pobre como suponía. Poseía algo que, si bien no tenía valor monetario en aquellas épocas, sí resultaba valiosísimo para él. Extrajo de la bolsa interior de su vieja chamarra unas hojas de papel enrolladas. Ni más ni menos, se trataba del manuscrito del cuento más reciente que había escrito. Y como a todas sus obras, las quería casi como si fueran cuerpos humanos.

Es así que la pegajosa música navideña, empezó a hacerlo transitar de la profunda melancolía que lo hacía sentir el ser más pobre de este mundo, a la incontenible alegría de todo aquel que sorpresivamente se ha enriquecido con el premio mayor de la lotería.

Agitando su manuscrito enrollado, cual baqueta de baterista, logró saltar de su asiento y, danzando como niño sin prejuicios, se fue acercando cada vez más al Santa Claus, al punto de que ambos no paraban de bailar, con un entusiasmo tal que algunos llegaban a juzgarlos como un par de locos que la policía debería castigar y encerrar en una celda incomunicada a fin de no contagiar ese mal al resto de los autómatas que poblaban la grisácea ciudad.

Sumergido en la emoción de quien se sabe inmensamente rico, el escritor adivinó cuál sería el regalo de Navidad que esa noche daría a sus amadas hijas. En forma caprichosa fragmentaría el manuscrito de su libro y le daría una parte a cada una de ellas.

IV

Agotado regresó a su humilde morada. Hacía mucho que no bailaba tanto. Creyó que la fiebre le había subido. De debajo de su cama sacó la caja donde guardaba sus medicamentos. Ahí encontró un termómetro; a punto de ponérselo, resbaló y cayó al piso rompiéndose en pedazos, haciendo que el mercurio perdiera su unidad al desperdigarse en gotitas por todas partes.

¡Eso —pensó— es lo que está sucediendo a nuestra unidad familiar!

La imagen era tan impactante que no soportó verla durante mucho tiempo. Su significado resultaba tan contundente que de inmediato se puso de rodillas y sobre la palma de su mano volvió a integrar el mercurio en una sola gota.

¡Cuán inmensa —prosiguió pensando— es la vocación del mercurio para integrarse! Ojalá sea como la de mi libro para que, una vez fragmentado, ejerza el magnético poder que le devuelva su unidad. Porque mi libro sólo tiene sentido unitario si se logra leer completo. Por eso, si lo divido, estaré creando la necesidad de unirlo, para poderlo leer y disfrutar con cada nueva lectura. De esta forma espero convertir mi regalo en un símbolo de amor y unidad familiar.

V

Al encontrarse con sus dos hijas en la Noche Buena, y después de regalarles sus respectivas partes del libro, les contó cómo Jesús hizo algo parecido:

Dividió Su cuerpo y Su sangre, los fraccionó para que todos sus discípulos los comieran y bebieran. Y como Jesús es Uno, no puede ser dividido por más que se separe. Por eso, dicha fragmentación produce, gracias a Cristo, la unidad de Su Cuerpo, de Su Comunidad.

Queriendo seguir el ejemplo del divino Maestro que hoy festejaban, en una especie de rito ceremonial el escritor invitó a sus dos hijas a que consideraran como hostias las páginas de ese libro fragmentado, como una especie de sacramento de su comunidad familiar. Hostias que puedan comerse, mejor dicho asimilarse, cada vez que se lean las páginas como un libro completo.

Por último, pidió a sus hijas que lo perdonaran por haberles dado, sin querer, un mal ejemplo de la unidad que ahora les predicaba, con todo y que haya tenido los motivos suficientes para haber tomado la decisión de separarse de su madre.

El escritor les comentó que en el nuevo Estado neoliberal en el que les tocó vivir, la diferencia pragmática entre un policía y un escritor es que el primero es una especie ángel custodio y, el segundo, el escritor, es un demonio o, por lo menos, un cáncer que hay que amputarle a la sociedad. Pero, a nivel del alma, el estado del escritor es distinto, pues su anhelo humano lo hace emerger de su condición de simple pecador al consagrarse a la búsqueda de la verdad, el amor y el perdón.

El escritor, entonces, guardó silencio y se quedó mirando con apacible ternura a sus hijas. Ellas no resistieron más, se acercaron a él y prolongaron su abrazo toda una eternidad.